Cuando una persona padece un ictus asume, probablemente, uno de los retos más importantes de su vida, como hemos descrito en el artículo recientemente publicado “Rehabilitación tras un ictus cerebral”.
Pero además, el reto lo es también para la familia, la cual, va a sufrir una de las situaciones más difíciles de afrontar, por las implicaciones afectivas que ello suponen, y por la alteración del funcionamiento y rutina diarios de la dinámica familiar.
Hay que pensar que tras un ictus el paciente, en un número importante de casos, si lo sobrevive y es estabilizado tras su atención en la fase aguda en el hospital, va a sufrir secuelas importantes a nivel físico, psicológico o cognitivo.
Estas secuelas pueden dar lugar a que el paciente padezca un grado de dependencia que puede variar, según cada caso, desde limitaciones funcionales leves, por ejemplo, en el habla o en la movilidad, hasta un grado alto de discapacidad que pueda requerir una asistencia completa durante las 24 horas del día.
Esta situación provoca en la familia un shock profundo, dado que normalmente, las personas no estamos preparadas ni educadas para afrontar este tipo de situaciones.
Cuando la familia ve al paciente y habla con los profesionales que lo asisten en la fase aguda -tratando de salvar su vida y estabilizarlo- y se da cuenta de lo que acaba de suceder, aparece, en una primera fase, un trastorno caracterizado por angustia y desamparo.
La familia se ve desbordada por la situación, tanto a nivel afectivo como en su actividad diaria.
Normalmente nuestra legislación laboral nos proporciona algunos días para asistir y estar en compañía de un ser querido que se ha visto afectado por una enfermedad de esta magnitud, sin embargo, estos días transcurren con rapidez, persistiendo el problema y siendo necesaria nuestra presencia con posterioridad.
El trauma afectivo y psicológico precisará en muchos casos la asistencia por parte de un profesional que nos ayude a afrontar la situación.
Además, será preciso compatibilizar nuestro trabajo u otras obligaciones de tipo social o familiar, con una mayor disponibilidad para asistir al familiar infortunado, ya sea organizando nuestro tiempo libre con otros familiares solicitando unos días de vacaciones, licencias, excedencias, etc.
En una segunda fase, la familia trata de compensar el shock inicial negando la realidad y albergando esperanza infundadas o poco probables en muchos casos de una completa recuperación tras el ictus.
Es aún pronto para asumir la nueva realidad de que nuestro padre, esposa o hijo, nunca más podrá volver a caminar o no podrá reflexionar con la brillantez con la que lo hacía antes del ictus, por poner algunos ejemplos.
En una tercera fase aparecen alteraciones del estado de ánimo en forma de depresión, desesperanza y abatimiento, pudiendio aparecer también tristeza o sentimientos infundados de culpabilidad.
La familia comienza a asumir la dura realidad de las consecuencias que el daño cerebral ha traído para el paciente.
En una última fase, la familia comienza a asumir con mayor serenidad la situación y a plantear alternativas y soluciones más realistas en relación con las expectativas reales de rehabilitación del paciente.
Esta es una evolución natural que hay que asumir con paciencia, dejando que esta fases se desarrollen hasta llegar a la última, la más productiva y realista.
Desde el principio la familia va a precisar un apoyo intensivo por parte de la sociedad, fundamentalmente los estamentos sanitarios -médicos, enfermeras, fisioterapeutas…- y los sociales -asistente social, instituciones públicas y privadas, etc.-
Estos estamentos deben, primero, dar información válida y útil a la familia, para que ésta sepa en todo momento qué es lo que está sucediendo y por qué, y después, apoyo, tanto físico como psicológico, para que la familia pueda actuar de forma adecuada y productiva, tanto en lo relativo a la asistencia del paciente como en lo relativo a su propia organización y adaptación a la nueva situación.
Una vez establecidos objetivos realistas sobre las posibilidades de rehabilitación del paciente, la familia asumirá con mayor naturalidad y satisfacción los progresos que el paciente pueda ir realizando a lo largo de este complejo proceso.
Habrá que buscar un justo equilibrio entre, abandonar al paciente en una actitud pasiva que redunde negativamente en su capacidad de rehabilitarse, y el polo opuesto, que sería sobreexigir al paciente en su capacidad de rehabilitación, que igualmente provocaría una ralentización o detención de la misma por agotamiento o incapacidad de seguir el ritmo propuesto.
Pensemos, además, que las personas que han padecido un ictus tienen menor resistencia que las personas normales ante situaciones para nosotros inofensivas.
De tal forma que, situaciones como visitas demasiado largas o un número demasiado grande de visitantes -más de dos o tres simultáneamente, a veces más de uno- , tener puesta la televisión o la radio y estar hablándoles a la vez y otras circunstancias similares pueden agotar rápidamente al paciente, aunque a nosotros ello nos parezca algo normal.
Si eres familiar de un paciente que ha padecido un ictus no dudes en dirigirte a los profesionales con experiencia en este trastorno -neurólogos, médicos rehabilitadores y servicios de rehabilitación de daño cerebral adquirido- para solicitar información y ayuda, pues hay muchas cosas que seguramente no conocerás y te ayudarán a afrontar este reto en las mejores condiciones posibles.
Via salud.es
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